miércoles, 15 de junio de 2011

El tonto del Ikea

Ayer me tocó reir un rato, a pesar de ir a Ikea. Después de casi encontrar lo que buscaba me tocó pasar por caja. Delante de mí una pareja: él, 50 años, pelo a lo Aznar, camisa blanca con finos cuadros de línea azul, del mismo color que el pantalón, reloj de esos que no se anuncian y cuya marca no hemos oído nunca la mayor parte de los mortales. En una mano un Smartphone, con el auricular-micrófono de hilo (llamarlo manos libres llevando el teléfono en la mano sería incorrecto). Pinta de gilipollas. Ella, guapa, menos de 30 años, cabello negro largo, buen tipo, pantalón y camisa blancos y sólo el acento delataba su origen iberoamericano. Esto explica parte de lo inexplicable.


Llevaban varios paquetes de, tal vez, diez perchas de madera. En la cola, él, voz en grito, hablando con Cuca, a la que sólo llamaba para felicitarla por su boda, que ella va al revés que el mundo, que no hacen mas que divorciarse y en cambio ella se casa, que está ideal y bla, bla, bla (se detecta hasta cierto amaneramiento, pero es fácilmente confundible con la gilipollez, por lo que no pondría la mano en el fuego por su tendencia sarasa).
Mientras, ella pone las perchas en la cinta. El cajero le indica el importe y ella le pide la tarjeta al tontín, que sigue con Cuca, a voces ideales de la muerte. Él se la da pero no se le ocurre que tiene que poner el PIN. Además el cajero les pide el código postal, algo que tras parar a Cuca un segundo, porque “está comprando aquí, en Ikea…”, recuerda, no sin vacilar. A eso, como es incapaz de mirar hacia el cajero no ve que el joven lleva todo el rato diciéndole que marque el PIN, así que ella, ni corta ni perezosa (no short neither lazy) trata de ponerlo, a lo que él, que ya ha caído en la cuenta, lo marca, no sin antes decirle que el suyo es diferente. Nivelazo del uno y la otra. Esto explica el resto de lo inexplicable.

El cajero nos mira a los que seguimos en la supuesta caja rápida con cara de “como este capullo cobro a una manada cada día, lo siento”. Le da el ticket de compra a ella junto con la tarjeta.

A estas alturas la cosa con Cuca está de lo más animada, así que el pedorro (Fefo o Borja, no se realmente) ha dado media vuelta y se marcha, lo que Lucrecia (llamémosla así) le sigue sin dejar de mirar el ticket.

Me toca. Doy lo que llevo y al cobrármelo y ponerlo en la cinta transportadora el cajero se da cuenta que el dúo se ha dejado la compra en la cinta. Para entonces era demasiado tarde, estaban lejos, pero el señor que me seguía tuvo tiempo de mirar con complicidad y decir “no, si es que a estos capullos todo lo que les pase es poco”.

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